Friday, December 02, 2011

SOBRE LOS MALOS CONSEJOS DE MIS BUENOS AMIGOS

He conocido muchas personas en mi vida y pocas, un abrazo a ellas, han sido buenas consejeras.

Recuerdo vívidamente el momento en el que uno de mis mejores amigos me recomendó comprar una bicicleta; fue uno de los mejores consejos que me dio alguien en la vida y que, por demás, venía de alguien que generalmente me aconsejó mal.
Yo enfrentaba una ruptura amorosa-melodramático-alcohólica y realmente necesitaba preguntas para mis incontables respuestas: la vida no vale un comino, el amor es la representación cultural de una conducta animal, la gente es gente, ni más ni menos, y por ende actúa sin leviatán ni reflexión, con el objetivo egoísta de maximizar la ganancia y reducir el costo, a todo nivel.

Enfrentando este terrible momento de profunda duda (o tal vez de profunda certeza), dicho amigo me invitó a recorrer las calles de mi ciudad y hogar putativo, la capital, sobre las ruedas de una bicicleta. Cada camino fue por aquel tiempo una oportunidad para purificar el dolor emocional y drenarlo a través del dolor físico, que es, déjenme decirles, una de las mayores bendiciones de la carne: lo que al cuerpo place al alma envenena y a la inversa.

Y a fe que venía de un tiempo dedicado ampliamente a complacer a la carne y a condenar al alma. Así que fue la bicicleta la que me confortó y me concedió el don de sentirme yo mismo. O más exactamente, de sentirme en los zapatos del campeón colombiano de los años 80, Lucho Herrera. En cada pedaleo, como si coronara los Alpes, yo recobraba la capacidad de actuar con la misma humildad de Lucho, con su cordialidad, su fe, su autoestima y con esa cálida serenidad de campesino que yo tanto anhelaba exhibir.

Fue por entonces cuando mi alocada vida laboral me indujo a viajar al litoral caribe colombiano. Allí mis nuevos amigos pasaban noches enteras en vela placiendo sus cuerpos en lo que ellos mismos denominaban: la 'pernicia'.
Me recomendaron no volver a mi querida ciudad a retomar la senda que había iniciado meses atrás; obedecí seducido por el rostro vacío de la oportunidad de construir una nueva vida al lado del mar, de ese mar del Caribe que al alma adormece con su mueca de bufón, con su alegría obligada y su cinismo hedonista.

El alcohol no ha sido un buen consejero, es cierto; me ha llevado a recorrer las calles de una ciudad que ha olvidado su destino, sin tener yo mismo destino ninguno. Me ha obligado a capitular sueños libertarios ante las reglas de una sociedad parroquiana y paradójica: liberal en el presente, conservadora ante el futuro.

Así que me he hastiado de este absurdo sinsentido y no va más: no más placeres, no más felicidad sin nervio, no más expectativa sin certeza, no más respuestas sin preguntas. Los consejos que he recibido a menudo de la gente cercana a mí han sido torpes; a veces, incluso, han sido fabricados desde el interés, esgrimidos desde la codicia subrepticia de despojarme de toda libertad, de hacerme esclavo de sus personales pernicias: alcoholismo, desesperación, dependencia emocional, soledad, egoísmo.
Mientras tanto busco atenuar el dolor de este desengaño vital con cantidades copiosas de licor, para ser más exactos, de Old Parr de contrabando, mientras recorro este sudoroso Caribe como un pirata delirante.
De puerto a bocas, todos saben que no tengo camino de regreso; me saben alucinado, ebrio de sal y de soledad; soy el vagabundo del castillo de la aduana, principal cliente de los contrabandistas y muy pronto desayuno de goleros.

El alcohol no ha sido en mi vida un buen consejero pero al cabo ¿quién lo ha sido?.

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